#ElPerúQueQueremos

Creación de Carlos A. Ostolaza, 1999

EL HABITANTE INFAUSTO Y OTRAS CONDENAS por Rosina Valcárcel

a L.R.T.

Publicado: 2016-05-16



El misterio violáceo se presentó en las agujas del cuadrante y como de costumbre al atardecer. Un grupo de latinoamericanos trotaban cerca del río Motagua, en Centroamérica, y su pequeña brújula se detuvo. Súbito, de un árbol frondoso de raíces hondas, saltaron una docena de murciélagos, la mayoría de los aventureros quedamos boquiabiertos. Los pecadores se alarmaron más y al llegar la noche prefirieron cuidarse despiertos y orando.

Recordé el suceso del año 1966 en Sullana (Piura), tierra de mis ancestros. Contentos íbamos andando el ingenioso Eduardo González Viaña, el tierno Juan Morillo Ganoza, el agudo Juan Vicente Quejo y esta gitana incauta. Fue una tarde de octubre, estábamos muy cerca de la casa de la familia Requejo, en el instante menos esperado asomó una masa animal rozando nuestras cabezas. Pegué un grito de padre y señor mío. Casi desfallecí. Me explicaron que se trataba de un simple murciélago, y prestos me llevaron al hogar del joven amigo periodista, donde sus parientes nos dieron de beber un coctel de algarrobina, y luego café, acompañado de buñuelos de camote. No recuperé del todo la calma pero me sentí acompañada. Una joven me llevó a mi aposento. Traté de descansar. Pero sucedió algo aún más insólito: en ese cuarto de la familia Requejo, habitualmente cerrado porque recordaba a un pariente muerto de forma trágica, los murciélagos estaban tramando sus alturas.

Cuatro décadas después, a mediados del año 2011 estuve en Guatemala en búsqueda de la verdad oculta. La primera noche hacia las siete sentí que mi casa tierna se escurría entre los dedos de mi mano derecha. La puerta con pestillo se movía, de golpe aparecieron aquellos animales-míticos con alas en las manos, revoloteando por la casa y dejando un halo de consternación. Fuerte cosa es, me dije. Traté de espantarlos de formas colosales. Pero a menudo había uno que lograba meterse en el dormitorio. Justo llegaba a las once de la noche, merodeaba y se iba cual un fantasma en pena. Me quitaba el sueño largas horas. Después aparecía una sombra, tal vez un ánima, a eso de las cuatro o cinco de la mañana y amenazante daba vueltas alrededor de la habitación como si jugase a la ronda, hasta que temblorosa decidí hablarle en voz alta: “Quién eres, por qué me atormentas, oraré por ti, déjame tranquila”. Y, por si acaso, me puse la cobija sobre la cara, para no sentir su aletazo, así poder protegerme, respirar, y aplacada dormir un poco.

En medio del bullicio y estallido que ocasionaban, muy ojerosa y pálida, opté por diversos métodos. Uno era dejar la luz prendida en la alcoba. Ello disminuía la posibilidad del ingreso del murciélago de obsidiana. No obstante, con luz su visita no era ocasional.

Tapé de diferentes maneras todos los accesos y ventanas a la casa, pero invariablemente tornaba uno. No sabía por qué las alas de los murciélagos tenían gran circulación sanguínea y un brillo raro. Finalmente logré ubicar el sitio por donde se metía el habitante siniestro de la noche y lo cerré del todo.

Pero algunas noches sentía una sombra caminar cerca, o quizá era el picotazo del maldito o su aletazo sobre mi ventana para procurar invadir. Sin embargo, una vez logré que se fatigara y sus alas ardientes desaparecieron del todo.

Mientras sale el sol resplandeciente, hoy un canario jaspeado se acerca a la ventana, la arrima con su piquito, leve toca el vidrio y se va en pos de la naturaleza viva. A veces se queda unos minutos, quizá aguardando algún alimento, otras se va ágilmente y se posa sobre plantas y flores coloridas que rodean la huerta.

Ha llegado una visita inesperada, es una vecina quien me invita a cenar, dudo un instante y luego acepto. Me alisto despacio, tomo unas frutas y las acomodo dentro de una cesta. A los veinte minutos ya estoy en la morada de Manuela Torres. Su casa es grande y sencilla, posee una tiendecita con yerbas medicinales y licores naturistas para todo tipo de enfermedad.

En la pared asoma el retrato de un hombre bello y enigmático. Cenamos ensalada mixta, pollo dorado con arroz y bebemos chicha de jora. La plática fue amena, aunque me narró cuentos de su infancia algo pavorosos. Hacia las diez de la noche me retiré agradecida y ansiosa cantando plegarias antiguas.

Esa noche sucedió algo raro, denso, hubo sonidos nuevos, colores lejanos cubrían que mi vivienda. Mas –pensé- como no hay acceso a los interiores, ya no pueden entrar.

Extraño el color gualdo de los canarios, su ligera melodía, su belleza diáfana. Pero, no debo dejar abierta la ventana pues podrían reaparecer aquellos quirópteros.

Los murciélagos están presentes en todos los continentes menos en la Antártida. Son los únicos mamíferos capaces de volar. Por estas tierras, la tradición cuenta que el murciélago es un ratón, rata, o roedor al que le ha salido alas, pero no saben por qué, pero asimismo desarrollan un vital papel en la dispersión de semillas, muchas plantas tropicales dependen por completo de ellos. Lo que sí es cierto es que cuando enciendo la luz, totalmente, no llegan ni siquiera zancudos.

El lunes me quedé dormida antes de las doce de la noche. Había sido un día demasiado duro. Tuve dolor de cabeza, pesadillas, presión alta y taquicardia. Recibí una inaudita carta áspera y quedé muy afectada. Intuí que el diablo había entrado disfrazado. Me desperté temprano, giré hacia la izquierda y sentí escalofríos. Bajo de la cama yacía una exótica mujer de piel canela, cabellos prietos, mordida, los dientes puntiagudos habían dejado huella en su cuello hermoso y un ramito de azucenas. A su lado, un murciélago la abrazaba, envenenado por el amor y la sangre de la muchacha.

Octubre, 2003-mayo, 2016

Juan Morillo en persona no estaba allí, pero yo sentía su compañía. Nuestro querido Juan Vicente falleció hace 14 años.

Recordé el suceso del año 1966 en Sullana (Piura), tierra de mis ancestros. Contentos íbamos andando  el ingenioso Eduardo González Viaña, el tierno Juan Morillo Ganoza, el agudo Juan Vicente Quejo y esta gitana incauta. Fue una tarde de octubre, estábamos muy cerca de la casa de la familia Requejo, en el instante menos esperado asomó una masa animal rozando nuestras cabezas. Pegué un grito de padre y señor mío. Casi desfallecí. Me explicaron que se trataba de un simple murciélago, y prestos me llevaron al hogar del joven amigo periodista, donde sus parientes nos dieron de beber un coctel de algarrobina, y luego café, acompañado de buñuelos de camote. No recuperé del todo la calma pero me sentí acompañada.

Cuatro décadas después, a mediados del año 2011 estuve en Guatemala en búsqueda de la verdad oculta. La primera noche hacia las siete sentí que mi casa tierna se escurría entre los dedos de mi mano derecha. La puerta con pestillo se movía, de golpe aparecieron aquellos animales-míticos con alas en las manos, revoloteando por la casa y dejando un halo de consternación. Fuerte cosa es, me dije. Traté de espantarlos de formas colosales. Pero a menudo había uno que lograba meterse en el dormitorio. Justo llegaba a las once de la noche, merodeaba y se iba cual un fantasma en pena. Me quitaba el sueño largas horas. Después aparecía una sombra, tal vez un ánima, a eso de las cuatro o cinco de la mañana y amenazante daba vueltas alrededor de la habitación como si jugase a la ronda, hasta que temblorosa decidí hablarle en voz alta: “Quién eres, por qué me atormentas, oraré por ti, déjame tranquila”. Y, por si acaso, me puse la cobija sobre la cara, para no sentir su aletazo, así poder protegerme, respirar, y aplacada dormir un poco.

En medio del bullicio y estallido que ocasionaban, muy ojerosa y pálida, opté por diversos métodos. Uno era dejar la luz prendida en la alcoba. Ello disminuía la posibilidad del ingreso del murciélago de obsidiana. No obstante, con luz su visita no era ocasional.

Tapé de diferentes maneras todos los accesos y ventanas a la casa, pero invariablemente tornaba uno. No sabía por qué las alas de los murciélagos tenían gran circulación sanguínea y un brillo raro.

Finalmente logré ubicar el sitio por donde se metía el habitante siniestro de la noche y lo cerré del todo.

Pero algunas noches sentía una sombra caminar cerca, o quizá era el picotazo del maldito o su aletazo sobre mi ventana para procurar invadir. Sin embargo, una vez logré que se fatigara y sus alas ardientes desaparecieron del todo.

Mientras sale el sol resplandeciente, hoy un canario jaspeado se acerca a la ventana, la arrima con su piquito, leve toca el vidrio y se va en pos de la naturaleza viva. A veces se queda unos minutos, quizá aguardando algún alimento, otras se va ágilmente y se posa sobre plantas y flores coloridas que rodean la huerta.

Ha llegado una visita inesperada, es una vecina quien me invita a cenar, dudo un instante y luego acepto. Me alisto despacio, tomo unas frutas y las acomodo dentro de una cesta. A los veinte minutos ya estoy en la morada de Manuela Torres. Su casa es grande y sencilla, posee una tiendecita con yerbas medicinales y licores naturistas para todo tipo de enfermedad.

En la pared asoma el retrato de un hombre bello y enigmático. Cenamos ensalada mixta, pollo dorado con arroz y bebemos chicha de jora. La plática fue amena, aunque me narró cuentos de su infancia algo pavorosos. Hacia las diez de la noche me retiré agradecida y ansiosa cantando plegarias antiguas.

Esa noche sucedió algo raro, denso, hubo sonidos nuevos, colores lejanos cubrían que mi vivienda. Mas –pensé- como no hay acceso a los interiores, ya no pueden entrar.

Extraño el color gualdo de los canarios, su ligera melodía, su belleza diáfana. Pero, no debo dejar abierta la ventana pues podrían reaparecer aquellos quirópteros.

Los murciélagos están presentes en todos los continentes menos en la Antártida. Son los únicos mamíferos capaces de volar. Por estas tierras, la tradición cuenta que el murciélago es un ratón, rata, o roedor al que le ha salido alas, pero no saben por qué, pero asimismo desarrollan un vital papel en la dispersión de semillas, muchas plantas tropicales dependen por completo de ellos. Lo que sí es cierto es que cuando enciendo la luz, totalmente, no llegan ni siquiera zancudos.

El lunes me quedé dormida antes de las doce de la noche. Había sido un día demasiado duro. Tuve dolor de cabeza, pesadillas, presión alta y taquicardia. Recibí una inaudita carta áspera y quedé muy afectada. Intuí que el diablo había entrado disfrazado. Me desperté temprano, giré hacia la izquierda y sentí escalofríos. Bajo de la cama yacía una exótica mujer de piel canela, cabellos prietos, mordida, los dientes puntiagudos habían dejado huella en su cuello hermoso y un ramito de azucenas. A su lado, un murciélago la abrazaba, envenenado por el amor y la sangre de la muchacha.


Lima, Octubre, 2003-mayo, 2016.



Escrito por

Rosina Valcárcel Carnero

Lima, 1947. Escritora. Estudió antropología en San Marcos. Libros diversos. Incluida en antologías, blogs, revista redacción popular, etc.


Publicado en

estrella cristal

la belleza será convulsiva o no será | a. breton