#ElPerúQueQueremos

pORTADA

JUAN FRANCISCO VALEGA Y ABRAHAM VALDELOMAR por José Torres Bohl

Ofrenda al querido doctor Valega

Publicado: 2018-03-11

JUAN FRANCISCO VALEGA Y ABRAHAM VALDELOMAR 

Conocí al doctor Juan Francisco Valega cuando preparaba un libro que escribí, allá por los años 80, sobre el pintor peruano José Sabogal. Valega, quien fue compadre del pintor, vivía en aquel tiempo en un chalecito muy pulcro y ordenado, en la zona de San Antonio, Miraflores. De baja estatura y bastante cabezón, Valega, quien a pesar de bordear la centena se mantenía lúcido y vivaz, amable y de modales propios del Cid Campeador. Más de una vez compartimos, en su domicilio, prolongadas conversaciones y anécdotas, regadas por un extraordinario pisco quebranta, que jamás le falto en su vida. Valega fue un eminente psiquiatra en la primera mitad del siglo XX. Como buen discípulo de Herminio Valdizan, amó el arte y las letras, destacando como escritor y periodista. Compartió noches de bohemia y conversaciones con un grupo de amigos, que se reunían en el Hospital Larco Herrera. A estas reuniones acudían los poetas Martín Adán y José Gálvez, los escritores Adán Felipe Mejía (“El Corregidor”) y José Diez Canseco y el pintor José Sabogal, entre otras personalidades. 

El poeta Gustavo Valcárcel lo definió muy bien: “Así es Juan Francisco Valega, hombre parado sobre un montón de altura, con la boca cargada de picardía y de luceros, que yace, con los brazos tendidos como un arco, en espera del nuevo hombre que vendrá”

En la última entrevista que tuve con Valega, me alcanzó la correspondencia que mantuvo, bajo el seudónimo de Máximo Fortis, con el escritor Abraham Valdelomar, la cual fue publicada en la “Revista Sudamericana” en Abril de 1918. La lectura de estas cartas no necesita comentarios, sólo requiere el paladeo del néctar de una estupenda, respetuosa y desenfada prosa:

CARTA DE JUAN FRANCISCO VALEGA A ABRAHAM VALDELOMAR, CONDE DE LEMOS

Conde,

He experimentado verdadero deleite al leer “El Caballero Carmelo”. Pinta usted de modo admirable un medio en el que viví mi infancia. Me ha traído usted un tropel de recuerdos queridos. Teníamos nosotros también nuestro buen gallo, un ajíseco, que murió como el de ustedes a poco de heroica pelea. La ingenuidad de sus hermanos me ha recordado la ingenuidad de los míos. Y en el resucitado ambiente, por virtud del arte de usted, he vuelto a sentir el encanto agreste de mis primeros años; la vida campesina que iniciábamos tan de mañana, en el corralón, bebiendo leche “calientita del animal” hasta la aparición de la noche, en que la madre hacíanos (sic) rezar el rosario, en el traspatio, junto al jardín, de donde nos llegaba la insoportable vocinglería de los grillos. La jornada había terminado, cuando la querida señora nos decía: “Niños, a orinar y acostarse”. Por todo esto: gracias, conde.

La belleza brota de la pluma de usted sin esfuerzo ni alambicamientos. La labor del artista no asoma ostensiblemente en parte alguna. No le domina tampoco la manía de traer a colación palabras de uso raro o desconocido. Se lee “El Caballero Carmelo” fácilmente, sin el auxilio enojoso del diccionario.

Asoman dos aspectos en su personalidad: uno, la del periodista que se entrega a la crónica amena sin marrar la nota personal que suscita la acalorada discusión de los que todavía no le admiran; otro, la del literato que realiza en cuentos y en versos, los ideales artísticos, sencillez y sinceridad, preconizados por Anatolio. Mucho le admiro, conde, y agradezco, igualmente, porque practica usted los consejos de mi maestro.

Tiene usted un trato sencillo, contra lo que se imagina el común de las gentes. Lo sé por mí mismo. Somos amigos sin presentación previa-tal, un Balzac y un Baudelaire que se abrazan sin conocerse en mitad del puente Nuevo. En el propio día del primer shake–hand tuve el alto honor de colaborar con una palabra sola en un artículo de usted. En cambio hánme (sic) presentado periodistas con falsa fama de literatos y que no me saludan porque hasta ellos no ha llegado todavía mi condición de raro.

Chillan las gentes al leer en su prosa la declaración: “Yo tengo talento”, “tal artículo brillante”, etc., etc.,etc. Se le censura entonces acremente con indignación propia de mejor motivo. Pero, cuando leen El Conde de Lemos al final de su artículo se le suerben (sic) íntegro. Qué es usted un poseur! En esta tierra de distraídos era el único medio de suscitar la atención.

Ya pasaron los tiempos en que era usted un discutido. Poco a poco a fuerza de talento y de constancia literaria se ha ido abriendo paso en el criterio de la mayoría el meritorio esfuerzo del único que hoy sostiene en nuestro medio el pendón literario. Contra la opinión de muchos que conceptúan que la literatura nuestra ocupa lugar expectable en América, pienso que atraviesa período de decadencia. Los que conquistaron fama se han entregado al blando vivir que les procura una situación aceptable. Les absorbe además el moderno monstruo del diarismo. ¡El diarismo! Esto no es literatura ni cosa que se le parezca. Sería suponer que la hay en el parte de un comisario al señor intendente con motivo del último incendio. La literatura como arte está reñida con la improvisación y la premosia (sic) obligación de producir. Más aquí, por fenómeno curioso, el periodismo es el primer escalón para adquirir prestigio de escritor, falso prestigio por supuesto. Tras escribir reyertas y abigeatos, siéntense pujos para más y se lanzan en la agradable empresa de confeccionar un cuentecito. Otro, y más. Después, con la elogiosa complicidad de los compañeros, cojos del mismo lado, lucen desde el periódico su pretendida etiqueta de literatos.

Conde, ¿Porqué no emprende usted la novela? Ríase usted del criterio que afirmó que el medio éste no se prestaba. Esta fue declaración antojadiza. El espíritu humano, aquí como en Pekín, es susceptible de narración novelesca. Talento es lo que falta. Y usted lo tiene. Recuerde, Conde, la advertencia de Azorín: “Tenedlo presente: no hay ninguna cosa vulgar, como no hay ningún ser despreciable…”

Prescinda usted, es claro, del criollismo, ese falso criollismo que pinta en un estilo vulgar costumbres y habla que no existen. Emprenda usted novela con el grato colorido de El Caballero Carmelo. Haga usted algo por la literatura nacional que peca de raquítica. Un tradicionista que ya no escribe por justificado motivo de ancianidad, un pensador que se abruma en el ambiente hostil de nuestra aldea, dos poetas buenos, ocho malos y un montón de personas que escriben de “oído” no bastan para afirmar la existencia en el Perú de una literatura contemporánea.

En la literatura ligera de usted, la de las crónicas a propósito de un perrito cualquiera o de un roedor, hay dos manifestaciones: Ambas levantan la airada protesta de la pecatería (sic). Primeramente pone usted su yo con prodigalidad desusada y ¡con mayúscula! En esto le conceptúo un avanzado. Ya pasaron los tiempos en que al escribir, por un pudor mal entendido, se decía el nosotros, o se hablaba en forma impersonal. El escritor moderno está tristemente convencido de la incapacidad de sustraerse. “Uno no sale de sí mismo: he aquí la verdad real, que constituye una miseria nuestra y de las mayores”, expresa el gran Anatolio. A medida que los escritores vayan destruyendo los viejos prejuicios pondrán, como usted, su yo, con mayúscula como manifestación de suprema sinceridad.

El otro aspecto criticado en usted es la afirmación del propio talento. Yo consideré esto un hábil procedimiento para suscitar el comentario y la lectura. Esa admiración que expresa usted por su obra yo la considero ficticia. Cuando un artista admira mucho la propia labor es inferior a ella: ha sobrepujado su ideal estético. Conde, tal no curre con usted. Usted es superior a su obra. Su constante perfeccionamiento me permite afirmar la inferioridad de su producción actual frente a lo que será su producción de mañana. Usted no cree haber llegado a la meta de sus aspiraciones artísticas, como ocurre aquí con tantos, por eso produce constantemente y se perfecciona.

El afán de excentricidad de usted me recuerda a Baudelaire. Complacíale (sic) al estupendo poeta contar en corrillos imaginarios cosas espeluznantes. Su objeto no era otro que asombrar a la buena gente que le oía. En cambio sus amigos permanecían indiferentes. Ocurre lo mismo con usted, quien goza mucho al saber que le comentan y le discuten.

Conde, usted no sabe quién soy: pero yo le conozco desde hace seis años. Usted se había subido a una banca de la Plaza de Armas. Era de noche. A juzgar por los gritos de la plebe, corría época de elecciones. Usted, con su voz de timbre agudo, trataba de exaltar con fines políticos, el ánimo entelerido de sus oyentes. Desde entonces le he leído a usted y le he admirado. Un día nos hicimos amigos, sin presentación de nadie.

Máximo Fortis (Juan Francisco Valega)

RESPUESTA DE “EL CONDE DE LEMOS” A “MÁXIMO FORTIS”

Para vivir en el futuro,

Basta que una alma nos comprenda,

(Abraham Valdelomar. Del libro

“Holocaustos”)

Querido Máximo Fortis:

Recurren los fotógrafos, para fijar la atención de los niños que van a retratar, a una sencilla y muy lírica estratagema: les hacen creer que de un determinado punto del muro, va a salir volando una palomita blanca. Los niños, que habían estado inquietos, nerviosos, asustados, lloriqueantes y trémulos, se sugestionan, fijan sus castas pupilas en el lugar indicado y esperan que salga volando la palomita. Entretanto el fotógrafo ha impresionado algunas placas, y seguro de su triunfo, abre tamaña boca y declara su engaño. Los niños, entonces, se indignan, chillan y escandalizan, pero las fotografías han sido obtenidas, y los niños se calman con un pedazo de la golosina criolla llamada melcocha.

Pues bien, querido amigo. Yo he sido durante los primeros años de mi arte, un fotógrafo completamente desafortunado. No podía ijar la atención de los niños. El público –que es y será siempre un niño grande, malcriado y caprichoso-, no fijaba su atención en el punto que yo había menester para obtener éxito en mi arte. Estudié entonces la manera de que las placas no me salieran movidas y recurrí a la maña del fotógrafo. Mis compañeros de hoy, en la literatura y, sobre todo, mis sucesores de mañana, no me acabaran nunca de agradecer el servicio que les he prestado, ni podrán medir bien mi sacrificio. Antes de mi jamás se ocupó el público con mayor vehemencia, ni se discutió tanto, ni se atacó y defendió a escritor alguno. Así, los escritores carecían del estímulo que procura la popularidad y cuando editaban un libro –rara avis- nadie se tomaba la molestia de comprarlo, de donde el mejor libro resultaba ineficaz y estéril. Yo comprendí a tiempo que un escritor necesita, ante todo, una gran popularidad, un público que se interese por él, un mercado para sus obras. Aquí no han existido otros mercados que el Mercado Central, el de La Concepción y el del Baratillo y, ni aún éstos han sido para los pobres literatos, que muchos de ellos, si les hubieran tenido, no perecerían por insuficiencia gástrica, ¿Pueden medir los majaderos que condenan lo que significa ser trabajador en un país de ociosos? ¿Pueden medir el esfuerzo que significa mantener siempre latente la atención del público durante los cuatro o cinco años de mi labor de artista? ¿Pueden darse cuenta, acaso, los que no trabajan, ni luchan, ni sueñan, ni sufren, ni piensan, lo que significa hacer en cuatro o cinco años treinta cuentos maravillosos, doscientas crónicas perfectas, quince o veinte pequeños poemas, cuatro o seis conferencias, un drama muy malo, un libro de historia, una tragedia estupenda (Verdolaga), ocho o diez artículos de crítica, fundar una revista de combate y revolucionar en sus tres únicos números; hacer seis u ocho retratos maravillosos; escribir dos, tres y cuatro artículos diarios en un periódico; colaborar en publicaciones extranjeras; ir una hora diaria, por lo menos, al Palais Concert; y dar, de tarde en tarde, un par de bofetadas; contestar el saludo; hacerse la barba; conceder al sastre dos sesiones semanales y otras tantas al zapatero; dar diario una lección de estética, tomando té en el Palais, a cinco o seis discípulos y admiradores; media hora diaria para ver sol; hora y media cada mes para ver las constelaciones en el Observatorio; otro tanto para estudiar en el microscopio; una hora de baño; llorar dos o tres veces por semana, ora por un perrillo que cae bajo las gomas de un auto, ora leyendo un versículo de la Biblia, oir la monótona historia de dos admiradores, siempre nuevos y cansados siempre que os dicen las mismas cosas; “es usted inmenso”, “es usted poliforme”, “es usted desconcertante”, etc.?

¿Pueden acaso comprender lo que esto significa? ¿Pueden darse cuenta, acaso, de la energía, del valor moral, del heroísmo, del divino esfuerzo que necesito para hacer mi condal y regalada voluntad, para prescindir absolutamente (deletread, bellacos: ab-so-lu-ta-men-te) absolutamente, de todo lo que ofrece a mi alma un poco de belleza? Yo vivo en un mundo de pura belleza; para mí no existe sino lo que es bello: carne, flor, perfume, nota, espíritu, color, inefabilidad; así, para mí, más vale Garufa, por su fina silueta que la moral del señor Pérez Aranibar llorando la profanación de Norka Ruskaya. Yo no pido que me aplaudan. Nadie me aplaudiría con mayor vehemencia y conocimiento de causa que yo mismo, pero sí exijo que me respeten los sandios que quieren y no se atreven a imitarme.

Yo sé muy bien que hay cholos que no me quieren. Tienen razón: yo no puedo tratar con tales cholos. Mi arte es para los limpios de corazón, para los sanos de espíritu, para los ebrios de ilusión, para los sedientos de esperanza, para los saturados de la fe, para los llenos de amor; para los sencillos, los puros, los comprensivos, los buenos; los que tienen miel en el panal del corazón, perfume en la corola del espíritu, suaves colores en los pétalos del sentimiento, música alada en los vergeles de la conciencia. Más hay cholos que tienen el corazón en forma de sapo, la lengua en forma de víbora, las manos alacranadas, el aliento cloacal y el alma a oscuras, entelerañada, maloliente y con sumideros. ¡Ay! Dios mío, esos cholos son la prole del cornudo y rabudo de la pezuña de cabra!

¡Y a cuántos recursos he tenido que echar mano para despertar la dormida conciencia de mi pueblo! ¡Cuántos enemigos gratuitos, cuantos maldicientes envidiosos! ¡Cuántos infelices despechados! ¡Qué culpa tengo yo de ser Yo! Vayan los muy necios a preguntarle a Dios por qué me dio alma, un corazón noble, un cerebro radiante y fecundo, un espíritu casto, un natural sencillo, unas manos perfectas, una gran arrogancia espiritual y la divina e imponderable virtud de hacer lo que me da la gana y de no ocuparme, para nada, de los demás. ¡Vayan a quejarse, pues, a Dios, a ver que les contesta! A mi déjenme en paz. Yo no soy sino un pobrecito Enviado Extraordinario y Ministro de Dios entre ustedes…

Mi sastre me espera, querido y bondadoso amigo Máximo Fortis y por ello me veo precisado a cortar esta charla, en la cual quise agradecer los entusiastas, claros y justísimos elogios que ha hecho usted de mi precioso libro El Caballero Carmelo.

Mande usted a su guisa en la persona de El Conde de Lemos

Ancón-Crepúsculo-Miércoles-Primer año de “El Caballero Carmelo”.


Comentario: Rosina Valcárcel Carnero

Rosina Valcarcel Carnero: Admiré, quise a don Juan Francisco Valega Pásara. Me considero una suerte de discípula, hija espiritual. En casa aun vive una lechuza fabulosa que él tuvo a bien regalarme tres meses antes de su partida. Escribí sobre él, pero no lo suficiente. Él nació el 3 de febrero...Me cupo el honor de estar a su lado cuando Tánatos se lo llevó y tuve que firmar como testiga-hija en la Clínica San Isidro donde él pasó el tiempo final. Gran hombre, Valega!!! GRAN MAESTRO Y AMIGO! Lo extraño tanto! Gracias Jose Torres Bohl por traerlo de vuelta, Rosina.


11 de marzo de 2018


Escrito por

Rosina Valcárcel Carnero

Lima, 1947. Escritora. Estudió antropología en San Marcos. Libros diversos. Incluida en antologías, blogs, revista redacción popular, etc.


Publicado en

estrella cristal

la belleza será convulsiva o no será | a. breton