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Tulio Mora

ANTERIOR A TODO / Tulio Mora

poema

Una sonrisa que no termina. Una sonrisa que sabe terminar admirablemente.

José Lezama Lima

Publicado: 2018-04-12
Eran rostros o simplemente manos que me hablaban  

desde el cielo,

arrojándome muñecos, trompos, bolas de vistosas rayas,

y tú me diste de beber agua de manzana,

enfermera allí donde no había más que nieve

como en un poema de Emily Dickinson -porque

hasta batallones

de ángeles podían habitar en la cabeza enloquecida

de tu hijo

(eso imaginabas), según como miraras las escamas

blancas hundiendo los caminos con su peso.

Tal vez se me secó el cerebro de tanto deletrear tus sílabas,

maestra al fin desde el comienzo de tus gestos

que anidaban en tus textos como garrapatas de colores.

No sé por qué te hablo de esto cuando pudiera recordarte

desde el pacto de nuestra soledad que firmamos

en mi nacimiento.

Fuimos, mientras duró el tiempo del carbón y los mineros

saludaban tu vigor de madre cargando a su cachorro

con linternas en sus cascos como el ojo triste de Polifemo.

La maestra aturdida con la lejanía no solo

me donó palabras sino también su miedo.

¿De dónde sacarías tanto miedo

si la distancia no era más que el sello de tu condición?

¿A qué puerto habrías llegado si no a aquel

que siempre te varó? Pero no, a más maletas que liar

(luego mi padre, cuando regresó, sería un artista

anudando los paquetes), a más estaciones que pisar,

más crecía tu temor. Y eso que no he hablado

de tus piernas que se hinchaban en el lodo de la selva

y allí están tus referencias de Oxapampa, de los alemanes

cuyos hijos repetían, con los pies descalzos,

en tus libros el aroma de los limos.

¿Y qué lejos ha de caminar una mujer para tomarse

un respiro? Al revisar tus mapas deberías también echar

agua de manzana al viento que insufló las velas

de tus naves, lanzándote, muy niña, a esquivar

los farallones de la vida.

Esta es Ulises que perdió a sus padres

-el uno por anarquista en una cárcel de La Oroya,

la otra en una casa-hacienda de un italiano en Lima-;

esta es Andrómaca que enterró a su primer esposo

cuando apenas tenía 19 años; y esta es la joven viuda

que subió a un tren donde mi padre marchaba

a la pradera,

y he aquí que tú estabas, como ahora, llorando

de distancia.

El resto lo sabemos porque en toda biografía

lo peor ya ha sido dicho, sea de palabra, sea

de silencio. Volvamos al comienzo: tu muchacho

tiene en la cabeza un laberinto que tú escarbas

-no vaya a ser que tantos viajes lo hubieran revirado-,

y lo que en claro extraes, de tus hilos y tinteros,

es que tus propios libros lo han desanudado de la tierra.

Podría haber citado otros hechos relevantes: que juntos

hundimos en un hueco salitroso una semilla de haba

o que aguardabas mi regreso de los campos

-yo estudiaba con el claro canto de los gallos

entre tapias coronadas de musgo recién humedecido-

con el desayuno más tierno del Perú.

O bien que, año tras año, cuando tuvimos casa y navidad,

nuestro pacto consistió en que habría de esperarte

bajando de los buses, polvorienta y con las manos

hartas de tiza o de las guindas -que para eso

habías reclamado tu traslado hasta el río de tu infancia.

Pero prefiero aquel otro momento porque en sus signos

escritos hemos dejado nuestros rumbos:

nadie que tantea el mundo con el báculo extraviado

puede merecer el beso tibio de un fogón, donde el pan

es amasado por las vírgenes prudentes de la Biblia.

Patio, macetero o perro son victorias arrancadas

a la muerte. Los arrojados al camino han de doblar

la vera sin más identidad que el polvo y los caballos.

No es su ternura lo que habrás de repetir bajo la lluvia,

sino su lejanía, donde las voces de la noche o la fatiga

son como los versos que en alta voz leímos, desde

qué abismos de balcones, desde qué plazas.

¿Y qué son sino palabras las que moraban en tus libros

y qué sino poemas los que escribí hablando con el cielo,

en la custodia de tu sueño? No lo sabíamos entonces.

El agua de manzana es el secreto que habremos

de guardar para nosotros, solo para nosotros.


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RV  12/04/2018




Escrito por

Rosina Valcárcel Carnero

Lima, 1947. Escritora. Estudió antropología en San Marcos. Libros diversos. Incluida en antologías, blogs, revista redacción popular, etc.


Publicado en

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