ANTERIOR A TODO / Tulio Mora
poema
Una sonrisa que no termina. Una sonrisa que sabe terminar admirablemente.
Eran rostros o simplemente manos que me hablaban
desde el cielo,
arrojándome muñecos, trompos, bolas de vistosas rayas,
y tú me diste de beber agua de manzana,
enfermera allí donde no había más que nieve
como en un poema de Emily Dickinson -porque
hasta batallones
de ángeles podían habitar en la cabeza enloquecida
de tu hijo
(eso imaginabas), según como miraras las escamas
blancas hundiendo los caminos con su peso.
Tal vez se me secó el cerebro de tanto deletrear tus sílabas,
maestra al fin desde el comienzo de tus gestos
que anidaban en tus textos como garrapatas de colores.
No sé por qué te hablo de esto cuando pudiera recordarte
desde el pacto de nuestra soledad que firmamos
en mi nacimiento.
Fuimos, mientras duró el tiempo del carbón y los mineros
saludaban tu vigor de madre cargando a su cachorro
con linternas en sus cascos como el ojo triste de Polifemo.
La maestra aturdida con la lejanía no solo
me donó palabras sino también su miedo.
¿De dónde sacarías tanto miedo
si la distancia no era más que el sello de tu condición?
¿A qué puerto habrías llegado si no a aquel
que siempre te varó? Pero no, a más maletas que liar
(luego mi padre, cuando regresó, sería un artista
anudando los paquetes), a más estaciones que pisar,
más crecía tu temor. Y eso que no he hablado
de tus piernas que se hinchaban en el lodo de la selva
y allí están tus referencias de Oxapampa, de los alemanes
cuyos hijos repetían, con los pies descalzos,
en tus libros el aroma de los limos.
¿Y qué lejos ha de caminar una mujer para tomarse
un respiro? Al revisar tus mapas deberías también echar
agua de manzana al viento que insufló las velas
de tus naves, lanzándote, muy niña, a esquivar
los farallones de la vida.
Esta es Ulises que perdió a sus padres
-el uno por anarquista en una cárcel de La Oroya,
la otra en una casa-hacienda de un italiano en Lima-;
esta es Andrómaca que enterró a su primer esposo
cuando apenas tenía 19 años; y esta es la joven viuda
que subió a un tren donde mi padre marchaba
a la pradera,
y he aquí que tú estabas, como ahora, llorando
de distancia.
El resto lo sabemos porque en toda biografía
lo peor ya ha sido dicho, sea de palabra, sea
de silencio. Volvamos al comienzo: tu muchacho
tiene en la cabeza un laberinto que tú escarbas
-no vaya a ser que tantos viajes lo hubieran revirado-,
y lo que en claro extraes, de tus hilos y tinteros,
es que tus propios libros lo han desanudado de la tierra.
Podría haber citado otros hechos relevantes: que juntos
hundimos en un hueco salitroso una semilla de haba
o que aguardabas mi regreso de los campos
-yo estudiaba con el claro canto de los gallos
entre tapias coronadas de musgo recién humedecido-
con el desayuno más tierno del Perú.
O bien que, año tras año, cuando tuvimos casa y navidad,
nuestro pacto consistió en que habría de esperarte
bajando de los buses, polvorienta y con las manos
hartas de tiza o de las guindas -que para eso
habías reclamado tu traslado hasta el río de tu infancia.
Pero prefiero aquel otro momento porque en sus signos
escritos hemos dejado nuestros rumbos:
nadie que tantea el mundo con el báculo extraviado
puede merecer el beso tibio de un fogón, donde el pan
es amasado por las vírgenes prudentes de la Biblia.
Patio, macetero o perro son victorias arrancadas
a la muerte. Los arrojados al camino han de doblar
la vera sin más identidad que el polvo y los caballos.
No es su ternura lo que habrás de repetir bajo la lluvia,
sino su lejanía, donde las voces de la noche o la fatiga
son como los versos que en alta voz leímos, desde
qué abismos de balcones, desde qué plazas.
¿Y qué son sino palabras las que moraban en tus libros
y qué sino poemas los que escribí hablando con el cielo,
en la custodia de tu sueño? No lo sabíamos entonces.
El agua de manzana es el secreto que habremos
de guardar para nosotros, solo para nosotros.
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RV 12/04/2018