IN MEMORIAM / Marcelina Párraga (Apurímac)
Crónica
1
Una vez me dijo, cierto familiar, que debería de permanecer en alguna casa, como ciertas personas quedaron de por vida, y morirme ahí. ¿Cómo caída del cielo? ¿Cómo una paria? Sin nexo familiar o quizá un alma en pena que no pudo formar familia propia. Pues justo eso es lo que pasó con Dolores, la puneña que llegó a Lima en los años treinta del siglo XX, la que se empleó en la vivienda de uno de sus paisanos, de cierto poder económico, cuando vivían aún la madre y la hermana del patrón, el hijo predilecto, cuando aún no había sido un potentado, que lo fue en el futuro de aquella familia, el pensador eminente, el cartógrafo, el Congresista, etc. A quien lo único que le faltó fue ser Presidente de la República. Mientras aquella familia vivía austeramente con la trabajadora a su servicio, llamada Dolores. Ella era muy abnegada, se había desligado de su terruño. No volvió los ojos hacia sus ancestros, dejó de vivir, solo se dedicó a servir, fue fiel, con sus deberes como trabajadora, dependiente, casi como un perro guardián. No tuvo su historia propia, solo fue un anexo, un ente útil. Pero fue envejeciendo, se puso sorda, lenta, con el peso de los años, decayó poco a poco, enfermó irremediable. La familia llamó a una ambulancia, pagó para que se la llevaran a un hospital. No obstante, no la recibieron en hospital alguno, pues no había quien se hiciera cargo, -dijeron. Giró la Ambulancia, volvió como recogiendo los pasos de la desahuciada, y notificaron que no la recibieron, otra vez, les pagaron para que deje a la agónica en algún lugar. En el trayecto de ir y venir, Dolores evocó a su terruño donde de niña conoció la alegría, añoró a los balseros del Titicaca y se dejó llevar con el viento en armonía y se deja abrazar por el perfil de su madre y su trenza frondosa.
Los restos mortales de Dolores fueron destinados a una fosa común, hoy es una NN.
Huancayo, 2018.
rv